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El aprendiz de mago
Desde que era muy, muy, muy pequeño Jorge deseaba ser mago. La primera palabra compleja que aprendió a decir fue “Abracadabra”, y con cualquier trapo de la casa se fabricaba una capa. De modo que, cuando cumplió once años, sus padres decidieron hacer realidad sus sueños y le dejaron partir en busca del mago Colás.
El viaje fue muy incómodo, lento y tedioso; y pasó mucho frío en un carro tirado por mulas. Pero nada más llegar al castillo del mago se le olvidaron las penurias que había pasado y, deslumbrado, recorrió todas las dependencias siguiéndole.
Las paredes de las habitaciones estaban cubiertas de estanterías repletas de libros de magia.
Jorge estaba deseando empezar con sus clases y así se lo dijo al mago Colás:
- Yo sólo quiero ser mago.
El anciano, sin contestar, se acarició la larguísima barba blanca y sonrió.
- Quiero empezar con las clases – insistió Jorge.
- Lo comprendo – contestó el mago Colás después de una larga pausa – Pero todavía no sé si vas a ser alumno mío. Es algo que debo pensar detenidamente.
- ¿Cómo? – se enfadó Jorge – ¡He hecho un viaje larguísimo!
- Así es – corroboró el mago sin inmutarse.
Y con la mano le indicó un largo pasillo.
Al final del recorrido entraron en la cocina más desordenada que Jorge había visto nunca.
Los platos con verduras y frutas contenían también piedras, uñas de dragón, hierbas y hongos; y un montón de cosas más que Jorge no identificaba, como tarros de cristal con extraños brebajes, pergaminos antiguos con lazos de terciopelo, una marmita burbujeante y huevos de diferentes tamaños y colores, alguno casi tan grande como su cabeza…, y el caos reinaba también sobre sartenes y cacerolas.
- Mira – dijo el mago con voz profunda – “Flaster cuchara blendarium burdas”.
Y, al momento de pronunciar esa frase extraña, una cuchara pareció tomar vida y voló por encima de la cabeza de Jorge hasta un cajón abierto para guardarse en él y cerrarse cuidadosamente.
- ¿Te das cuenta? – le preguntó el mago.
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