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Los buenos maestros
Este ha sido el último año de mi hijo pequeño en el colegio.
Hoy era su fiesta de graduación y he asistido, como el resto de padres, a una de esas representaciones teatrales en que poco importan los textos… porque los niños de cinco años que empiezan primaria llenan el escenario entero de gracia y ternura, y los de doce lo inundan con el desparpajo que deja intuir lo que serán en un mañana muy cercano.
Me acompañaba mi hijo mayor que este año termina la ESO para empezar su primer año de Bachillerato; 1 metro 80 de adolescente
Ya he asistido a muchas fiestas de Navidad en las que, sin saber por qué, te emocionas mientras un montón de niños desafinan disfrazados de estrellas. Pensaba que estaba “curtida” en ese tipo de emociones y ya no se me saltaban las lágrimas con “pequeñeces”.
Llegué tarde, cansada tras uno de esos días duros en que las cosas se han complicado y aunque no se ha podido correr más no se ha llegado a tiempo a ningún sitio. La función había empezado. Sólo había un sitio libre y mi hijo tuvo que sentarse en las escaleras. Los más pequeños, disfrazados de animales, enternecían al público.
Cuando acabó esa primera actuación, encendieron las luces y descubrí que estaba sentada en el asiento inmediatamente posterior al que ocupaba la profesora que había dado clase a mi hijo mayor durante toda la primaria.
Mi sorpresa fue mayúscula: Como si hubiese descubierto a su amigo más querido, con más ilusión que si le hubiera hecho un regalo, con la sonrisa llena de infancia… se convirtió ante mis ojos en el niño que fue, se abrazó a su profesora y a mí me cayeron encima los recuerdos de sus primeros años de colegio como si hubiese sido un peso físico.
Esa profesora fue para él: apoyo, motor, consuelo, estímulo, refugio, aliciente… Y cuando le vi abrazarse a ella… y cerrar los ojos al hacerlo, como sólo se hace con los afectos más sagrados, se me saltaron las lágrimas. Cuando se dieron cuenta se echaron a reír los dos. Y recordé que mi hijo siempre lloraba el último día de colegio.
- ¡Es que hasta septiembre no voy a volver a verla, mamá! – me decía para detener mis frases de protesta.
Como si cualquiera pudiera entender ese sentimiento.
Al empezar el instituto solía acompañarme al colegio, cuando se terciaba, a recoger o llevar a su hermano y, al menos una vez al año, iba a buscar a su maestra para resumirle un poco cómo iban sus cosas.
Mis hijos dejan el colegio y vamos a estar muy lejos de “El Encinar” y de Mari Carmen Alonso. Nos mudamos a Sevilla en unos días. Pero no importa lo lejos que esté mi hijo físicamente de su infancia. El cariño y la admiración no entienden de distancias. Con los míos escribo este post dedicado a ella y a todos los maestros que consiguen atraer, entretener, acompañar, encauzar a sus alumnos y educarlos, en el más auténtico sentido de esas palabras.
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