LA CUENTACUENTOS
Marcela se levantó temprano confiando en que iba a hacer un día precioso, soleado y luminoso. Sin embargo, el sol se había levantado perezoso. No quería destaparse de las nubes y hacía un poco de frío. Aún así, animosa, Marcela eligió su camisa blanca, su falda verde, su gorro rosa fucsia y su pañuelo de flores. Era el atuendo que más le gustaba para trabajar en la calle. Las mangas de la camisa le permitían libertad de movimientos y el chaleco le abrigaba bastante.
Cuando llegó a la plaza en donde solía trabajar, la encontró desierta.
Contrariada, abrió su maleta, preparó sus títeres y se dispuso a esperar hasta que llegasen los niños.
Marcela era cuentacuentos. En su maleta vivían la Princesa Azul y el Bello Durmiente, el Mago Milindrín, la Bruja Piruja, el Patito Precioso y otros animales; muchos muñecos que deseaban ser los elegidos cada mañana y salir del baúl para crear, de la mano de su dueña, la magia de los cuentos.
Con sus personajes, Marcela daba vida a cientos de historias distintas y entretenía a los niños. Sabía cuentos para bebés e historias para niños grandes. Los distraía a todos, aunque ya hubiesen cumplido noventa años o más.
Pero aquella fría mañana la plaza estaba vacía.
No había nadie.
Esperó.
Nada.
Silencio y soledad.
Cuando ya iba a marcharse, vio acercarse a una niña.
- ¿Me puedo sentar a ver lo que haces? – preguntó.
Y Marcela, que ya había decidido irse, sacó de nuevo los títeres y empezó a contarle el cuento de amor entre la Princesa Azul y el Príncipe Durmiente.
No tenía muchas ganas pero, al ver la cara de ilusión con que la niña escuchaba su historia, se fue animando. Cuando, en el cuento que iba narrando, la Bruja Piruja lanzó un encantamiento al Bello para acabar con el amor de la Princesa, la niña dio un grito.
- No te asustes. – pidió la cuentacuentos – El Mago Milindrín los salvará y el amor terminará triunfando.
Y así, poco a poco, la cuentacuentos también se fue metiendo en la historia.
Sin darse cuenta habían entrado por la puerta de la imaginación y habían visitado el castillo de la Princesa, el nicho donde dormía el príncipe y el bosque donde la princesa Azul sacó de su letargo al Bello Durmiente con un beso.
Cuando el cuento acabó, las dos volvían de un paseo por la fantasía tan emocionante que se sentían cansadas.
La cuentacuentos, por costumbre, tiró su gorra al suelo.
Solía hacerlo así para que la gente que escuchaba sus historias, agradecida por el rato que acababa de pasar, le pagase su trabajo.
La niña se quedó mirando la gorra.
- No tengo dinero – reconoció – Quería verte actuar porque, de mayor… quiero ser cuentacuentos. ¡Una cuentacuentos tan buena como tú!
Y Marcela recordó los muñecos que preparaba de pequeña, cómo entretenía a sus hermanas con sus primeras historias y lo que le había costado que en su casa comprendieran que ser una cuentacuentos era lo que más deseaba en el mundo.
- Perdona, es la costumbre – se avergonzó – ¡Tú no necesitas pagar nada! ¡Serás la mejor cuentacuentos! Me has hecho un regalo: decirme que querrías ser como yo y devolverme la ilusión por trabajar, que esta mañana la había perdido. ¿Tienes frío?
- Un poco – reconoció la pequeña.
- Ven, busquemos a tus padres – contestó señalando la cafetería que estaba enfrente – Te invito a tomar un chocolate bien caliente.
Desde ese día, la niña iba a ver a Marcela siempre que podía y la cuentacuentos pudo comprobar que, cuando la niña estaba en la plaza, nunca hacía frío.
Como lectura asociada, encontraremos en “Moraleja para papás” una reflexión sobre inteligencia emocional, relacionada con este cuento, para analizar cómo podemos estimular en los niños esta capacidad.
En “Reflexionemos juntos” unas preguntas, relativas al texto, para ayudar a los niños a profundizar en él según su propia experiencia
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